Por,
Eduvilia Uliana, Wayuu Uliiana/Escuela de comunicaciones del pueblo wayuu
En una tarde del mes de octubre del año 1997, unos desconocidos
perturbaron la tranquilidad de Antonia Iipuana y de sus cinco hijas. Los desconocidos
preguntaron por Wilmer, su único hijo
varón el cual tenía 18 años. Esa tarde comenzaron los temores de la familia que
al amanecer se convirtieron en
preocupaciones y kasachiki (sucesos trágicos).
“Wilmer se alistó muy rápido y salió de la casa, se puso sus botas de trabajar en el cultivo y se fue. No quiso comer, era a
las 8 de la mañana”. Antonia recuerda
que ese día salió con la comida caliente para brindarle a Wilmer, pero él se
fue afanado como si alguna fuerza superior a su voluntad lo estuviera llamando. A su madre aun le duele que no se haya
despedido pero más le duele no saber de él desde aquel día… esa mañana
desapareció. - “Pareciera que un fuerte
viento lo llevó a un lugar sin salidas”.
Su madre Antonia lo espera
y aún lo tiene presente en sus miedos y alegrías. A sus 70 años quiere encontrar el cadáver para darle sepultura, para por lo menos
tener un lugar donde derramar sus lágrimas. - “Yo decía entre mis
llantos, clamando que me devuelvan a mi hijo, los Ko´ii (paracos) eran los
únicos que rodeaban muy cerca de la casa, lloro todo el tiempo, preguntándome
¿qué le hicieron a mi hijo?”, - una pregunta que se hacen más de 84 mil
familias colombianas, mientras buscan a sus desaparecidos.
Wilmer se convirtió en un número más de las cifras de desaparecidos
del conflicto armado colombiano. En la sierra de Uuchou, por el Alto San Jorge,
una vereda de Mingueo, corregimiento del Municipio de Dibulla, donde además otras 36 familias también
se suman al número de víctimas de la
huella paramilitar.
Los Ko´ii, aumentaron las amenazas. El asesinato de otros miembros
de la comunidad de Uuchou, hicieron crecer los miedos, - “no quise salirme de mi territorio, pasamos muchos sufrimientos,
tampoco mi esposo se quería venir, pero por ver que desaparecieron a otros de
la comunidad, nos venimos, perdimos
nuestro ganado, burros, caballos, mulas y mis corotos en la sierra de Uchouu”.
Para salvar su vida y la de los suyos recorrió 24 horas, unas a
pie, otras en mulas y finalizó su trayecto en carro para llegar a la finca El Principio,
hoy denominado comunidad indígena wayuu Wepiapa, - “mi esposo nos recogió de la
sierra con nuestras hijas, estaba lloviendo fuerte, con rayos. En el carro nos
acostamos para no ser vistos por los Ko´ii
porque nos sentíamos perseguidos”. - Su último
día en Uuchou fue de lágrimas, no sólo
perdió sus bienes, porque junto a su salida la vivienda que habitaba fue
incendiada. Perdió su dignidad de mujer wayuu, perdió su sangre, perdió a su
hijo.
Su esposo Manuel Amaya, que le acompañó en esta amarga experiencia
y con quien recorrió selvas, ríos y ciudades buscando a su hijo, se enfermó de cáncer en la
columna y de próstata, pero el cáncer que lo consumió más rápido, fue el sufrimiento de no saber sobre su hijo
desaparecido, fue el cansancio de una búsqueda sin pistas que lo mató un año después
de su llegada a la comunidad de
Wepiapa.
Antonia Ipuana, junto a su cuñada Aminta Jayaliyu, iniciaron un
proceso organizativo para que le reivindicaran
sus derechos colectivos como indígenas. -
“Aquí vivo como wayuu que soy, de mis tejidos, cuando me mandan a hacer
chinchorro, mochilas” y de apoco con muchos esfuerzo lograron que el estado
dejara de llamar su asentamiento finca para denominarla Comunidad Wayuu Wepiapa.
Sus temores siguen vivos y
con su voz nostálgica cuenta toda las veces el kasachiki que vivió.
Tiene 30 nietos que protege con sus
conocimientos de medicina tradicional wayuu, afirma que no ha sido informada
sobre el proceso de paz o las desmovilizaciones de los paracos - “no creo en
eso, no veo televisión, y ese temor que
yo tengo esta clavado en mi para siempre”.
Las promesas gubernamentales enmarcadas en el proceso de paz con
los paramilitares y en el actual contexto con la guerrila, pareciera que
olvidaran el camino para reparar los
daños y las vivencias causadas a Antonia y a su familia. El proceso de paz lo
teje ella misma cuando les enseña a sus nietos su ser wayuu, que el dolor y las
desesperanzas te dan fuerzas para buscar la vida en lugares desconocidos.
Las esperanzas se incendiaron y las cenizas del recuerdo le
permiten a Antonia desear que todos los hijos que salgan de sus casas a
trabajar regresen a comerse la comida caliente, con que su madre les espera. Ese
sueño lo reviven las exigencias que sus hijas, sobrinas y nietas tienen en sus
reclamos para con el estado colombiano.
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